La esperanza no es una fantasía que nos aleja de la realidad como si fuera una
adormidera, sino una energía que nos introduce en ella, en los problemas humanos, en las
dificultades de otras personas y en las nuestras. No es paternalista, no regala lo que sobra;
cree en el otro porque también espera del otro, pues “la existencia de cada uno de
nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de
encuentro” (Francisco, Fratelli tutti, 66).
La esperanza nos mantiene alegres (Rom 12,12), porque la tristeza crónica es
incompatible con la esperanza. Es paciente y constante; no busca seguridad, sino un
futuro individual y colectivo mejor, sin pretender nada a cambio.
La fuerza de lo enormemente frágil
Entre lo enormemente grande, el universo, estudiado por la astrofísica, y lo enormemente
pequeño, lo subatómico, el microcosmos, estudiado por la física cuántica, está lo
enormemente frágil, el ser humano, que se estudia a sí mismo en la experiencia de cada
día. ¿Cuál es la fuerza de lo enormemente frágil? La esperanza.
La esperanza es un signo de identidad de la persona profunda y forma parte de la
identidad de quien se ve a sí mismo como existente para alguien. Los momentos difíciles
ponen a prueba la calidad de esa esperanza, que no es la proyección de un deseo sino una
fuerza para no dejarse atrapar por límites, porque esa es la razón de su ser.
Pero la esperanza pasa por un aprendizaje silencioso y una actitud del interior de la
persona que, poco a poco, le ayuda a ver cuando no se ve nada. Por eso, sólo puede
ayudar a otros a caminar en la densidad de las muchas nieblas de la vida quien
previamente ha aprendido a aceptar la niebla y a moverse en ella afrontando el miedo y la
falta de luz.
Trabajar para que todos existamos
La esperanza –y, frecuentemente, la vida- de los desesperanzados depende, en gran parte,
de la esperanza de quienes la tienen, porque la esperanza se contagia. Para que alguien
pueda tener esperanza necesita ser esperado, existir para alguien, que alguien le llame, le
hable, le mire, le abrace, le dedique tiempo, le escuche y haga algo por él o ella.
La esperanza no está en el ruido, sino en el amor silencioso. Sin embargo, rompe su
silencio, sin pensárselo, para unirse a la voz de los que no tienen voz y darles voz,
denunciando con energía cualquier injusticia: la que se comete con el inmigrante que no
es tratado como persona, o con la mujer que aguanta por miedo la violencia de un
hombre, o con la niña que sufre abusos sexuales, o con el homosexual acosado en la calle
o en el trabajo, o con quien tiene otra cultura u otros credos.
Encontrar o recuperar el sentido de la vida tiene mucho que ver con la esperanza con que
la vivimos. Dar y recibir esperanza es trabajar para que todos existamos, o sea, que nos
sintamos personas y se nos reconozca como tales, que sintamos que pertenecemos
dignamente a la humanidad, porque “no existe peor alienación que experimentar… que
no se pertenece a nadie” (Francisco, Fratelli tutti, 53).