base de aliarse con los ricos y los poderosos y, por tanto con los intereses de estos grupos pri-
vilegiados. En esa Europa cristiana, surgieron el capitalismo y la burguesía.
En el centro del cristianismo generado en Europa estuvo la religión, marginando por eso mismo
inevitablemente el Evangelio. No era posible que el Evangelio estuviera completamente presente
en una sociedad en la que los ricos y poderosos se hicieron los dueños y señores de la Iglesia. Se
fue produciendo un alejamiento entre el pueblo y el clero, sobre todo en las celebraciones litúrgi-
cas. Los fieles ya no entendían el latín de la misa, lo que implicaba que tampoco se enteraban del
Evangelio. El pueblo no podía entender lo que solamente entendía el clero. Por otra parte, el
aumento de clérigos afectó incluso a la palabra ecclesia. Se fue identificando a la Iglesia con el
clero, un clero saturado de honores y dignidades que lo diferenciaban y separaban del pueblo. En
tales circunstancias, no era posible transmitir lo que vivió Jesús y cómo vivió Jesús. No podía
transmitirse el Evangelio en una sociedad que vivía, en su gran mayoría y en su tejido social, en
tantos aspectos y en dimensiones fundamentales de la vida, de espaldas al Evangelio.
Sin embargo en Europa, nacieron dos movimientos, la Ilustración y a los Derechos Humanos, dos
conceptos íntimamente relacionados entre sí y fruto del espíritu del Evangelio. Pero como muestra
de la hondura de la contradicción cristiana en que vive Europa, en esta misma sociedad surgieron
también el capitalismo y la burguesía, dos realidades que están en las antípodas del Evangelio, dos
grandes fenómenos culturales, sociales y políticos que el mundo en que vivimos está soportando a
costa de enormes sufrimientos, desigualdades y humillaciones.
En efecto, el capitalismo nació en Europa. Las teorías de los escolásticos en la Baja Edad Media
contribuyeron a exaltar el concepto del capital productivo. Pero, productivo ¿para quién? Lógica-
mente, para quien lo posee. Como Marx y Engels señalaron, la sociedad ha venido desarrollán-
dose siempre dentro de un antagonismo, que entre los antiguos era el antagonismo de libres y
esclavos, en la Edad Media el de la nobleza y los siervos y en los tiempos modernos es el que
existe entre la burguesía y el proletariado. Este antagonismo generó las guerras que asolaron
Europa una y otra vez. El orgullo de los capitalistas y la desesperación de los desposeídos fueron
la causa de conflictos tan aterradores como las dos guerras mundiales que la "Europa cristiana" ha
causado y soportado en el siglo XX y anuncian la posible cercanía de la tercera. En todo caso, las
crisis económicas que de tiempo en tiempo nos agobian, están condicionadas y determinadas por
los oscuros intereses del sistema económico capitalista que se nos ha impuesto. El que un con-
tinente cristiano haya desencadenado tanta violencia y tanta barbarie sólo es explicable por el he-
cho de que en Europa se ha inventado un cristianismo despojado de Evangelio.
El agente generador de ese sistema capitalista fue una clase social concreta, la burguesía, en cuya
formación nos encontramos de nuevo con la Iglesia. Esto aconteció principalmente en Francia en
el siglo XVIII. Y fueron los teólogos los principales educadores de la burguesía. El espíritu de la
mentalidad burguesa justifica como algo querido por Dios la diferencia entre ricos y pobres, entre
poderosos y débiles. Este ideario estaba presente en los sermones de los grandes predicadores de
la época, que insistían en la necesidad de someterse a la autoridad de los que mandan, que son
obviamente los que tienen en sus manos el poder y la riqueza: Según esa teoría, hay que someterse
a la autoridad, aún cuando en su ejercicio abusen los dominadores de su poder. Pues, siempre
según ese pensamiento, es el Espíritu divino quien instituye y sostiene la autoridad legítima, pero
el abuso que puedan hacer de ella aquellos a quienes se ha prestado este poder, no da razón alguna
para sublevarse contra ella, y el hombre que así se somete a la autoridad y se somete a las leyes,
sabe también que en realidad obedece a Dios.
Esta es la mentalidad de la burguesía que el cristianismo difundió desde la Alta Edad Media. El
mejor servicio que la religión le presto a la política de uso y abuso del pueblo sencillo y
trabajador, que soportaba el peso de la vanidad, el orgullo y los privilegios de los potentados y de
la Iglesia. Aquello era -y sigue siendo- "el Evangelio marginado”.