El Sínodo de la Sinodalidad: una Iglesia en punto muerto
entre reforma y resistencia
El Sínodo de la Sinodalidad, comenzado en 2022, ve aplazado o aparcado su
desenlace hasta el año 2028. Este retraso ha suscitado preguntas y debates sobre
el propósito y la dinámica de este proceso sinodal. Si queremos comprender qué
es este Sínodo, la finalidad que persigue, su polémico desarrollo y el insólito
aplazamiento de su culminación, debemos analizarlo desde una perspectiva
amplia y temporal. Este proceso sinodal debe considerarse no sólo en el contexto
del Concilio Vaticano II, sino también teniendo en cuenta siglos anteriores en los
que se evidenció la incapacidad de auto-reforma de la Iglesia Católica Romana.
Si se emprendió el Concilio Vaticano II para la “puesta al día” (aggiornamento)
de la Iglesia, se debe constatar que su fruto fue decepcionante. Si hubiese sido
satisfactorio, no hubiese sido necesario el actual Sínodo para la misma finalidad.
El desarrollo del proceso sinodal 2022-2024 topó con las mismas dificultades
que el Concilio. La Iglesia se encuentra en una contradicción o callejón sin
salida: por una parte le es imprescindible la auto-reforma, y por otra parte es
radicalmente incapaz de realizarla.
Progresan en la Iglesia las fuerzas conscientes de la necesidad de cambio, que no
pueden ser silenciadas indefinidamente por los sectores inmovilistas de la
institución, pero éstos son bastante potentes para frustrar cualquier iniciativa
renovadora. Por eso, el Sínodo de la Sinodalidad no pudo aceptar las medidas de
cambio propuestas, pero tampoco pudo oponerse a ellas. El resultado fue
bastante insólito: por una parte se declara que el Sínodo y la finalidad que
persigue son válidos, pero termina sin decisiones concretas. Se estableció una
etapa de “implementación” que es una novedad en este tipo de asambleas. Parece
que la implementación, que debe durar varios años, en realidad significa que el
pontífice le pasa la “patata caliente” a su sucesor.
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s evidente que tal estado de la cuestn evoca o anuncia confrontaciones y posibles
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tales conflictos fueron no poco frecuentes en la historia eclesiástica
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ahí están los numerosos cismas que se fueron produciendo a lo largo del tiempo.
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o se puede proponer soluciones a proble
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la causa raíz de toda la problemática. La cuestión no es si tales o tales medidas
(sacerdocio femenino, supresión del celibato de los clérigos…) son útiles y
necesarias para la organización de la
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. 73
- 21 de abril de 2025
La cuestión es analizar si la institución eclesial está sirviendo para lo que se
supone que es su objetivo o finalidad. Hasta donde somos capaces de entender e
interpretar el Evangelio, hemos de constatar que la enseñanza de Jesús y la
práctica eclesial van por caminos diferentes y en direcciones distintas. El camino
que Jesús señala es el que sigue el Buen Samaritano, en dirección al hombre
herido al lado del camino, para socorrerle. El camino por el que la clerecía nos
quiere conducir es el del Templo, al que se dirigían el sacerdote y el levita de esa
parábola.
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un reino que no sigue los
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terrenales. Su enseñanza llama a sus seguidores a transformar la sociedad,
cuestionando las estructuras de poder y asumiendo las consecuencias de este
compromiso. Su misión no consistió en fomentar rituales y devociones, sino en
transmitir un mensaje de cambio profundo basado en la justicia y el amor.
El mensaje de Jesús deja claro que la verdadera autoridad se encuentra en el
servicio a los demás. En lugar de centrarse en los espacios de poder, como los
altares de los templos, el Evangelio nos enseña que Dios quiere que se le rinda
culto en las personas
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ás vulnerables
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los pobres
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los
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arginados
,
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inmigrantes, los discriminados, las mujeres maltratadas, los niños abandonados...
A lo largo de la historia, las iglesias cristianas, han desarrollado jerarquías que
han priorizado la liturgia sobre el compromiso social. Esta estructura clerical se
ha aliado con los poderes dominantes, obteniendo privilegios institucionales y
beneficios para su jerarquía. Sin embargo, estas dinámicas no reflejan el mensaje
original del Evangelio.
Además, la fidelidad al Evangelio no puede limitarse a la adhesión intelectual a
credos formulados en categorías filosóficas ajenas al mundo bíblico y al
horizonte vital de Jesús. El dogmatismo bizantino que aún impregna muchas
confesiones de fe y declaraciones doctrinales ha contribuido a encapsular el
mensaje liberador del Evangelio en fórmulas estériles, desconectadas de la
realidad del ser humano concreto. Este tipo de ortodoxia abstracta, más
preocupada por la precisión conceptual que por la praxis del amor y la justicia,
se convierte en un obstáculo más para la renovación evangélica de la Iglesia.
El verdadero cambio que Jesús propone exige una firme oposición a cualquier
forma de opresión y explotación. Implica rechazar las guerras, no respaldar a
quienes anteponen sus intereses privados al bien común y combatir las
desigualdades dentro y fuera de la Iglesia. Seguir este camino es ser sal de la
Tierra y luz del mundo. Este es el desafío que deberían asumir los concilios y
sínodos, estudiando acciones concretas para transformar la sociedad. Eso implica
asumir una auto-reforma eclesial que ponga su foco en la misión de la Iglesia y
no en discutir y negociar rangos y espacios de poder dentro de ella.
Querido Hermano Francisco:
Acabas de marcharte a la Casa del Padre, a la Plenitud del Reino de Dios.
Queremos agradecerte infinitamente todo lo que has hecho, y lo que quisiste
hacer y no pudiste, por la renovación de la Iglesia, para hacerla más fiel a
Jesucristo y su mensaje para el bien de la Humanidad y la Creación.
Tu elección nos abrió a la esperanza de una Iglesia nueva para un mundo nuevo.
Una Iglesia pobre, con los pobres y para los pobres. Hiciste un esfuerzo muy
grande en muchas direcciones, y te marchas plenamente consciente de que
queda mucho por hacer, porque este mundo, tan lleno de injusticias, de guerras,
de violencias, de desigualdades muy grandes, de sufrimientos horribles para los
más empobrecidos, tiene necesidad infinita, junto con la propia Iglesia, de
Jesucristo y su Mensaje de fraternidad, amor, servicio, solidaridad, igualdad,
cercanía y cuidado, sobre todo para los 20 países más pobres del mundo, que
todavía están por debajo de 0,500 de Índice de Desarrollo Humano, que sufren
mucho, que están en guerra, que mueren injusta y prematuramente de hambre,
que padecen graves conflictos sociales, que son víctimas de toda clase de
violencias. que carecen de los servicios sociales más básicos como educación,
salud, agua, comunicaciones, y viven en países en riesgo de ser un Estado
Fallido, que se desentiende de sus ciudadanos. Tu en cambio te preocupaste por
todos y por todo.
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ncíclica al cuidado de la
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Tierra, a la que llamaste la Casa Común porque nos acoge y nos sostiene a todos.
Te escribimos estas breves palabras desde la mente y el corazón, llenas de
gratitud y afecto, y para pedirte con la mayor esperanza, que el nuevo hermano
Papa que te suceda, siga tu mismo camino en renovar la Iglesia, para hacerla, sin
parar, ser más y más fiel a Jesucristo y su Mensaje para el bien de todos los Seres
Humanos y Toda la Creación.
Infinitas gracias Hermano Francisco, porque nos abriste la mente y nos calentaste
el corazón con la confianza y la esperanza de que un mundo mejor, más justo,
más feliz, más fraternal y solidario es posible para Todos los Hombres, para Todas
las Mujeres y Todas las Criaturas de este Maravilloso Mundo que el Padre-Madre
Dios ha puesto en nuestras manos.
Un abrazo de todo corazón.
Faustino Vilabrille
El reciente fallecimiento del papa Francisco no sólo marca el fin de un pontificado singular,
sino que también abre un período de incertidumbre respecto al rumbo que tomará la Iglesia
Católica en los próximos años. Más allá del duelo y los homenajes, su muerte deja sobre la
mesa una serie de cuestiones profundas sobre el papel de la Iglesia en la sociedad
contemporánea y los desafíos internos que siguen sin resolverse.
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in embargo, su intento de impulsar reformas sustanciales se vio constantemente frenado
por la compleja estructura institucional del Vaticano, la resistencia de los sectores más
conservadores del clero y la indiferencia o desconcierto de buena parte de la base laical.
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rancisco intentó colocar en el centro del debate eclesial no eran nuevos
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urgentes: el cuestionamiento al clericalismo y al modelo de poder jerárquico tradicional,
la necesidad de revisar ciertos dogmas a la luz de los signos de los tiempos, la crítica a un
ritualismo vacío desconectado de la vida real, y, sobre todo, el llamado a retomar el
mensaje original de Jesús de Nazaret como proyecto liberador y transformador.
Estas cuestiones han sido planteadas, en distintas formas, desde hace décadas incluso
siglos, pero los sínodos y concilios no han logrado darles una respuesta a la altura de su
importancia. Francisco quiso abordarlas de manera frontal, consciente de las tensiones que
ello implicaba. No obstante, su propuesta reformista se encontró con un aparato eclesial
profundamente aferrado a sus tradiciones, que percibió sus intenciones como amenazas más
que como oportunidades. A esto se suma una comunidad de fieles laicos educada durante
siglos en una religiosidad pasiva, centrada en el cumplimiento y la obediencia, más que en
la reflexión y la participación activa.
En este contexto, los esfuerzos del papa Francisco por abrir espacios de diálogo y
renovación terminaron siendo, en muchos casos, simbólicos más que estructurales. De
hecho, su proyecto puede evocarse con la imagen evangélica de “poner un remiendo nuevo
en un vestido viejo”: una metáfora que ilustra la dificultad y tal vez la imposibilidad
de reformar una institución sin cuestionar de raíz sus fundamentos.
El fallecimiento del papa, por tanto, no cierra un ciclo, sino que pone en evidencia las
tensiones no resueltas que atraviesan a la Iglesia. En los próximos meses, la atención estará
puesta en el perfil del sucesor y en la orientación que asumirá el nuevo pontificado. ¿Se
consolidará una nea de continuidad reformista, aunque moderada, o se optará por una
restauración conservadora que cierre las puertas a los debates abiertos?
Más allá de las respuestas inmediatas, lo cierto es que la Iglesia Católica se encuentra en un
momento trascendental, no solo por lo que ocurre en su interior, sino también por su papel
en un mundo atravesado por crisis sociales, éticas y ecológicas. La figura de Francisco, con
sus luces y sombras, ha dejado una huella: la de haber intentado, al menos, remover las
aguas estancadas de una institución que necesita con urgencia repensarse. El futuro dirá si
ese intento fue sólo un paréntesis, o el comienzo de un cambio más profundo.
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recogen fruta en los campos y limpian nuestras oficinas, incluso si no
son ciudadanos o no tienen la documentación adecuada, son buenos
vecinos y pagan impuestos”.
Trump respondió indirectamente confiando la nueva Oficina de la Fe
establecida en la Casa Blanca a una mujer: la televangelista Paula
White, pastora de la llamada teología de la prosperidad ("Dios recom-
pensa con riqueza y salud a quienes tienen una fe fuerte"), su
consejera espiritual. La Iglesia católica estadounidense también ha
alzado su voz en defensa de los migrantes.
El cardenal Robert McElroy, ex obispo de San Diego, ahora arzobispo
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reiteró en una entrevista con el periódico italiano La Stampa que la
Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos, "los obispos
individuales, así como los párrocos y los laicos, deberían defender con
mayor determinación los derechos de los migrantes y refugiados".
Esta batalla, por supuesto, no será fácil. El vicepresidente Vance
acusó a los obispos católicos de recibir cientos de millones de dólares
para ayudar a los migrantes, sugiriendo que sus esfuerzos tenían más
que ver con proteger su negocio que con un deseo genuino de justicia
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En los últimos tiempos, España se encuentra inmersa en un profundo debate social
y político en torno a lo que se ha dado en llamar la resignificación del Valle de
Cuelgamuros”. Este lugar, conocido durante décadas como el Valle de los Caídos,
ha sido un símbolo cargado de historia, controversia y dolor. Su transformación
plantea interrogantes complejos sobre cómo una sociedad democrática debe
enfrentarse al legado del franquismo, a la memoria de la Guerra Civil, y al papel de
la religión en los espacios públicos de significado político.
El Valle de los Caídos fue concebido durante la dictadura de Francisco Franco
como un monumento conmemorativo de los “caídos por Dios y por España”. Sin
embargo, su carga simbólica y su uso político lo convirtieron en un emblema de la
victoria fascista en la Guerra Civil Española (1936-1939). A pesar de su apariencia
religiosa, su verdadero trasfondo fue profundamente ideológico: un espacio que
glorificaba el triunfo de un bando sobre otro, ignorando deliberadamente el dolor
de las víctimas del franquismo y la pluralidad de memorias que coexistían en la
sociedad española.
Este contubernio entre poder político y religioso, donde el catolicismo institucional
se alió abiertamente con la dictadura, representó para muchos cristianos un
escándalo y una traición al mensaje evangélico. Durante más de sesenta años, el
Valle de los Caídos fue, para los vencidos, un ultraje a su memoria, y para los
creyentes comprometidos con la justicia, una grave distorsión de la fe cristiana.
Con la muerte del dictador en 1975 y el inicio de la Transición, España comenzó
un proceso democratizador que, sin embargo, evitó afrontar de forma decidida
algunos de los elementos más simbólicos del pasado franquista. El Valle de los
Caídos fue uno de esos elementos. Mientras se consolidaban las instituciones
democráticas, este enclave permanecía prácticamente inalterado, con su carga
ideológica intacta, lo que muchos interpretaron como una muestra de la
insuficiencia del proceso de reconciliación nacional.
Sólo en fechas recientes, el debate sobre la resignificación del lugar ha tomado un
cariz más concreto. El traslado de los restos de Franco en 2019 marcó un punto de
inflexión. Sin embargo, la transformación profunda del significado del monumento
aún está por completarse, y el camino para lograrlo no está exento de resistencias.
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En esta nueva etapa, el Gobierno español ha alcanzado un acuerdo con la Iglesia
católica que implica que la Basílica no será desacralizada y que la comunidad
benedictina podrá continuar en el lugar. A cambio, se respetará la dimensión
religiosa del complejo, pero se abrirá la puerta a su transformación simbólica y
educativa.
Se ha anunciado la convocatoria de un concurso internacional para recibir
propuestas que permitan reinterpretar el monumento. El objetivo es convertir el
Valle en un centro de interpretación histórica, que informe sobre el contexto de su
construcción y promueva valores democráticos, en línea con las políticas de
memoria desarrolladas en otras democracias europeas.
Este enfoque intenta compatibilizar el respeto a la fe con una necesaria revisión
crítica del pasado. No se trata de borrar la historia, sino de resignificarla: de
transformar un espacio de exaltación autoritaria en un lugar de reflexión, educación
y reconciliación.
Como era de esperarse, este proceso ha suscitado fuertes reacciones desde los
sectores
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ás conservadores de la sociedad española
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artidos como Vox y círculos
de la derecha católica, incluyendo algunos prelados, han criticado duramente el
acuerdo, acusando al Gobierno de actuar contra la fe cristiana y señalando a la
jerarquía eclesiástica de debilidad frente a la presión política.
Estos sectores temen que la resignificación del Valle altere su carácter religioso,
aunque desde el propio Arzobispado de Madrid, en voz de José Cobo, se ha
expresado una disposición al diálogo, subrayando la necesidad de preservar la
Basílica y la comunidad monástica como elementos esenciales, pero sin cerrar la
puerta a una reinterpretación del lugar. Cobo ha abogado por un proceso “sin
ideologizaciones” y realizado “con sosiego”, reconociendo el peso simbólico del
Valle en la historia de España.
A pesar del lenguaje conciliador de algunos prelados, lo cierto es que la polémica
en torno al Valle de Cuelgamuros revela tensiones más profundas: la pugna entre
una memoria democrática y una visión que aún justifica, celebra y hace apología de
la victoria y el dominio de unos españoles sobre otros, entre quienes defienden una
Iglesia al servicio del poder y quienes buscan una fe comprometida, a la luz del
Evangelio, con la justicia y la verdad.
Quienes se alinean con las enseñanzas de Jesús de Nazaret no pueden sino rechazar
que un monumento religioso sea utilizado para legitimar un régimen basado en la
represión y la desigualdad. Aspiramos a un mundo diferente, y a una religión que
esté al servicio de los humildes, no del poder económico o militar. La
resignificación del Valle de Cuelgamuros es, en este sentido, una oportunidad
histórica: no sólo para saldar una deuda con las víctimas del franquismo, sino
también para redefinir el papel del cristianismo en la vida pública.
El mundo atraviesa una transformación geopolítica profunda,
marcada por un reordenamiento de las alianzas tradicionales y el
resurgimiento de viejas tensiones. En este contexto, la figura del
presidente estadounidense Donald Trump representa un punto de
inflexión en la política exterior de Estados Unidos. Su acercamiento
a Rusia y el progresivo desinterés por el destino de Ucrania no sólo
desafían décadas de diplomacia occidental, sino que reconfiguran el
tablero internacional. Europa, sorprendida por esta actitud, ha
reaccionado con premura: rearme, aumento del gasto militar, y
discursos que evocan un nuevo período de confrontación global.
Este viraje no surge de la nada. Desde la caída del Muro de Berlín
en 1989, el mundo ha vivido una transición incierta. El
desmoronamiento del bloque del Este dejó al bloque occidental sin
su enemigo ideológico, Rusia, lo que plantpreguntas incómodas
sobre la razón de ser de instituciones como la OTAN. Lejos de
fomentar un mundo más estable, Estados Unidos ha buscado
nuevos enemigos para justificar su hegemonía, enfocándose en
contener a China y en intervenir militarmente en distintas regiones
del mundo, desde Oriente Medio hasta Europa del Este.
Sin embargo, la guerra en Ucrania ha evidenciado las fisuras de este
sistema. Lejos de consolidar su poder, Estados Unidos ha mostrado
una notable incapacidad para liderar una salida diplomática al
conflicto. Trump, en particular, ha dinamitado lo poco que quedaba
de la confianza internacional en la palabra estadounidense. Con una
política exterior errática y centrada en intereses inmediatos, ha roto
la tradición de alianzas duraderas que caracterizaba a Washington
desde la Segunda Guerra Mundial. No obstante, su visión no es un
accidente ni un error: es la expresión desnuda del imperialismo
contemporáneo, que prioriza la dominación económica y militar sin
importar el costo humano o político.
Mientras tanto, las consecuencias recaen con brutalidad sobre las
clases populares. La militarización avanza a pasos acelerados: más
presupuesto para defensa, más propaganda bélica, más norma-
lización de la guerra como horizonte inevitable. En nombre de la
seguridad, se exige a los trabajadores que acepten recortes,
inflación, y precarización. El capitalismo se muestra incapaz de
ofrecer una salida real a los conflictos que él mismo genera. Al
contrario, cada crisis es una nueva excusa para reforzar su carácter
depredador y autoritario.
Frente a esta deriva, es urgente articular una respuesta desde abajo.
La organización, la solidaridad internacionalista y la lucha contra el
militarismo deben ser las herramientas de los pueblos para resistir la
lógica del “sálvese quien pueda” que nos impone el sistema. La
historia ha demostrado que cuando los trabajadores se unen más
allá de las fronteras, pueden frenar incluso a las potencias más
poderosas. La crítica al capitalismo no puede quedarse en la
denuncia; debe transformarse en acción colectiva, en alternativa
concreta, en horizonte de cambio.
La sociedad que nos recetan está podrida no por azar, sino por
diseño. La salida no vendrá de los mismos que han cultivado esta
podredumbre, sino de quienes sufren sus consecuencias. Es hora de
volver a imaginar un mundo sin guerras ni explotación. Y para eso,
hace falta más que indignación: hace falta organización, lucha y
esperanza.
La Feria de Abril de Sevilla:
el escaparate de la lucha de clases
Sevilla se viste de farolillos y albero cada primavera para celebrar la Feria
de Abril, un evento que, en el imaginario colectivo, se presenta como la
gran fiesta del señorío andaluz, de la alegría desbordante, los volantes de
los trajes de flamenca y el rebujito en vaso de plástico. Pero tras la postal
idílica que se proyecta al mundo, la Feria es también el escenario de una
de las expresiones más crudas de la lucha de clases en la ciudad.
Mientras las élites locales y visitantes se pasean en coche de caballos por
el Real, accediendo a casetas exclusivas por el mero hecho de pagar su
cuota de socio miles de trabajadores y trabajadoras sostienen el
espectáculo en condiciones de precariedad extrema. Camareros y
camareras que sirven sin descanso jornadas interminables, porteros de
casetas que vigilan el acceso por un salario mísero, montadores de
estructuras que pasan semanas de trabajo extenuante para luego
desmontarlas en cuestión de as, sin ningún reconocimiento ni estabilidad
laboral.
La Feria de Abril no es sólo un festejo, es también un gran negocio. La
patronal hostelera dispara sus beneficios en apenas una semana, mientras
las y los trabajadores que hacen posible el evento sufren largas jomadas
de explotación sin apenas derechos. Es habitual que los contratos sean
irregulares, que los horarios sobrepasen lo legalmente permitido y que los
salarios se cobren en condiciones de absoluta inestabilidad. A esto se
suma la figura del falso autónomo” en sectores como el montaje y
desmontaje de casetas, donde muchos empleados trabajan realmente por
cuenta ajena.
Los datos confirman esta realidad: cada año, la Inspección de Trabajo
detecta decenas de irregularidades en los contratos, pero el volumen de
Ismael Sánchez Castillo
Concejal de I.U. en el
Ayuntamiento de Sevilla
empleo temporal generado en estos días es tan grande que la impunidad
sigue siendo la norma. La patronal de la Feria, compuesta en su mayoría
por dueños de casetas privadas, bares y empresas de catering, sabe bien
que hay una demanda de empleo dispuesta a aceptar condiciones
abusivas con tal de llevar un salario a casa. Muchos de estos trabajadores
son jóvenes, estudiantes o personas en situación de vulnerabilidad que no
pueden permitirse rechazar un trabajo, aunque sea en condiciones
indignas.
Mientras tanto, en el otro extremo de la balanza, la Feria de Abril es el
escaparate de la opulencia sevillana. Grandes empresarios, familias de la
burguesía local desfilan por las casetas privadas, reservadas sólo para
quienes pueden permitirse la cuota de socio o cuentan con los contactos
adecuados. La Feria de Sevilla es la única gran fiesta popular del país
donde el acceso a la mayoría de los espacios está restringido, convertida
en un coto privado donde el dinero y la cuna determinan quién puede
participar de la fiesta y quién lo puede verla desde fuera.
El contraste es abrumador: mientras unos gastan cientos de euros en un
solo día entre comida, bebida, paseos en coches de caballo y trajes de
flamenca de diseño, otros encadenan turnos de más de doce horas sin
apenas tiempo pan descansar. Y todo ello con la connivencia de las
instituciones, que protegen este modelo de Feria en lugar de garantizar
unas condiciones de trabajo dignas para quienes la hacen posible.
La lucha sindical ha intentado en varias ocasiones poner freno a esta
explotación, exigiendo controles más estrictos y derechos laborales
sicos, pero la respuesta de la patronal ha sido siempre la misma:
excusas sobre la temporalidad del empleo y la inviabilidad de pagar
salarios justos en un evento que dura sólo una semana. Sin embargo, la
realidad es que el margen de beneficio es enorme, y lo que falta no es
dinero, sino voluntad de distribuirlo de manera justa.
Si la Feria de Abril se quiere presentar como una fiesta que representa a
Sevilla, debería empezar por respetar a quienes la sostienen. No basta con
elogiar el arte y la “alegría” de la ciudad mientras se permite la
explotación laboral sistemática en su principal evento. La Feria es el espejo
de la Sevilla de siempre: la de una minoría privilegiada que se divierte
mientras la mayoría trabaja para hacer posible su fiesta. Una Sevilla que
sigue dividida en clases, aunque la música de sevillanas intente silenciarlo.