Hace ya más de cuarenta años que España ingresó en la OTAN, y aún hoy resuenan los
ecos del malestar popular que aquella decisión provocó. Una entrada que no fue
producto del consenso social, sino de una imposición política revestida de una consulta
popular tardía, ambigua y tramposa. La campaña del referéndum de 1986, celebrada
cuatro años después de la adhesión, fue un ejercicio de malabarismo político en el que el
gobierno del PSOE prometió condiciones que pronto serían olvidadas: no integración en
la estructura militar, reducción de presencia militar estadounidense, y no proliferación de
armas nucleares. Promesas vacías que sirvieron para apaciguar temporalmente el
rechazo ciudadano, pero que con el tiempo se diluyeron sin explicación ni disculpa.
H
oy
,
varias décadas después
,
la situación no solo no ha mejorado
,
sino que se ha agravado
.
E
spaña, arrastrada por los compromisos con la OTAN organización que no ha dejado
de actuar como brazo armado de los intereses geoestratégicos de Estados Unidos, se
prepara para elevar su gasto militar hasta cifras sin precedentes. Bajo el pretexto de la
“seguridad” y la “defensa común”, se están destinando miles de millones de euros a la
compra de armamento, modernización de infraestructuras militares y participación en
operaciones internacionales, muchas de ellas con objetivos más que discutibles.
¿Y qué queda para lo urgente? ¿Para la sanidad pública, precarizada y colapsada? ¿Para
la vivienda, el empleo digno, la transición ecológica? ¿Cómo puede justificarse que un
país con niveles preocupantes de pobreza infantil y exclusión social decida priorizar tan
descaradamente el gasto en defensa? ¿A quién defiende esa inversión, realmente?
Es difícil no ver en esta deriva una forma de vasallaje contemporáneo. Estados Unidos,
que sigue ejerciendo una influencia dominante dentro de la OTAN, exige a sus “aliados”
un compromiso del 2% del PIB en defensa. Un mandato que España asume dócilmente,
aunque ello signifique desatender otras prioridades esenciales. Y mientras tanto, nuestros
supuestos socios europeos callan o aplauden, inmersos también en la carrera
armamentística que la guerra de Ucrania ha reactivado con fuerza.
No se trata de una cuestión técnica, ni meramente económica. Es una cuestión política y
ética. ¿Qué modelo de país queremos? ¿Uno que obedece sin rechistar las órdenes del
complejo militar-industrial global? ¿O uno que pone por delante la dignidad y las
necesidades de su población? La historia nos enseña que la militarización nunca ha
traído paz, sino conflicto. Que las guerras, aunque se libren lejos, siempre dejan
cicatrices en casa.
España necesita urgentemente reabrir este debate. Necesitamos más voces que
cuestionen esta sumisión silenciosa. Que recuerden que el verdadero patriotismo no
consiste en obedecer, sino en defender los intereses reales de la mayoría. Porque ningún
país se fortalece empobreciendo a su pueblo para satisfacer a una alianza en la que, cada
vez más, somos peones y no aliados.
Sensibles a esta problemática, los Cristianos de Base de nuestra ciudad dedicamos a
este tema, bajo el lema: LA PAZ ES EL CAMINO, nuestro próximo XXXIV
ENCUENTRO DE CRISTIAN@S DE BASE DE ASTURIAS, que tendlugar los días
9 y 10 de este mes de mayo, según el programa siguiente:
B
oletín nú
m
. 74
- 6 de mayo de 2025
Juan Ibarrondo
La cosa está hecha y no tiene vuelta de hoja. Este es el discurso mainstream sobre el
rearme europeo, que nos venden como una especie de revuelta contra Trump. En
realidad no es más que plegarse a sus exigencias, para nada nuevas ni exclusivas
tampoco de su administración, asumiendo los aliados europeos la necesidad de colaborar
en mayor medida en la “defensa” del continente.
La fuerza de la propuesta de rearme se basa en el miedo al enemigo ruso, que ha sido
“fabricado” con esmero por los medios europeos con la inestimable colaboración del
propio gobierno ruso, y también en la disuasión armada como única forma de mantener
la paz, idea fuerza tanto de Rusia como de “Occidente”. No en vano, la estrategia de la
disuasión armada, sobre todo la nuclear, ha sido la que ha marcado las políticas
internacionales de las grandes potencias tras la segunda guerra mundial.
Esta estrategia ha conseguido evitar una conflagración directa entre las potencias
nucleares, por lo menos de momento. Sin embargo, no ha evitado las guerras, sino que
las ha transformado en el modelo de guerra cronificado y funcional a la acumulación
capitalista que vivimos actualmente, cuando tienen lugar a día de hoy 53 guerras en
distintas partes del mundo, algunas más mediáticas que otras.
Superar la estrategia de la disuasión y el rearme como elementos indiscutibles y únicos
para lograr la paz es por tanto clave para evitar o atenuar las guerras actuales y prevenir
las que pueden acontecer en un futuro próximo, incluida una guerra nuclear. Para
conseguirlo, lo primero es aclarar que existen alternativas a la disuasión armada y
políticas diferentes al rearme para garantizar la paz.
La más evidente, el desarme y la conversión de la industria militar en producción de
interés social y ambiental, debería ir acompañada del avance del multilateralismo hacia
la búsqueda de acuerdos y consensos globales
. C
o
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o ya se hizo durante la guerra fría, las
políticas de distensión pueden ta
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bién jugar un papel para frenar la escaldada ar
m
a-
m
entista y sus consecuencias nefastas para la población, sobre todo para los sectores más
desfavorecidos, promoviendo estrategias de desarme concertado entre potencias.
La diplomacia para la paz puede ponerse en práctica frente al matonismo en las
relaciones internacionales, junto con el reforzamiento del Derecho Internacional de
Derechos Humanos y el apoyo a Naciones Unidas como espacio de encuentro para la
paz, junto con su necesaria adecuación a las nuevas realidades globales.
Desde la sociedad civil, será imprescindible avanzar en la agenda social, ecológica,
feminista y decolonial, para construir una mejor correlación de fuerzas frente al poder
oligárquico y el avance de las ideologías neofascistas. Sin olvidar, en ese sentido, la
necesidad de la “lucha cultural” para extender un sentido común progresista por la paz
frente al sentido común militarista.
Aun así, todo ello no servirá de mucho si no somos capaces de crear redes y alianzas
internacionalistas frente al nacionalismo excluyente, redes que defiendan la democracia
y la soberanía popular frente al poder oligárquico y militarista, a ambos lados de las
trincheras que algunos se empeñan en construir.
Estas deberían ser, en mi opinión, las prioridades del bando por la paz en el mundo
frente a los halcones militaristas. En resumen, la máxima si vis pacem para pacem debe
sustituir paulatinamente al de la disuasión armada, si vis pacem para bellum.
Poner en marcha estas actuaciones es urgente, porque la estrategia de la disuasión
armada no evita por completo la posibilidad de una conflagración abierta entre grandes
potencias -incluso a nivel nuclear- si la situación geopolítica se degrada de manera
importante, como desgraciadamente está sucediendo.
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l riesgo es de
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asiado grande para seguir confiando en la disuasión ar
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ada co
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o única opción
para el
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anteni
m
iento de una paz que no lo es
,
pues las guerras continúan
,
se extienden y se
normalizan, mientras el espíritu de la guerra se adueña de las relaciones internacionales.
La crisis ecológica es un riesgo añadido que favorece como efecto colateral la deriva
militarista, con la guerra por recursos cada vez más escasos; mientras que, a su vez, es
acentuada por la militarización de las relaciones internacionales, que nos aleja de los
imprescindibles consensos ecológicos globales.
En este ambiente de tormenta perfecta, las ideologías autoritarias de distinto signo son el
ecosistema perfecto para la guerra, y nos acercan a la posibilidad de un armageddon
nuclear mientras extienden el régimen de guerra a nuevos territorios.
Por tanto, la defensa de la democracia y los derechos humanos, incluidos los derechos
sociales, debe ponerse en primer plano frente a la internacional reaccionaria y la
ilustración oscura. Además -desde parámetros democráticos- es necesario poner freno al
creciente poder de las oligarquías, impulsando la soberanía popular y la democracia
frente a la plutocracia. Si las élites económicas consideran que necesitan del régimen de
guerra para continuar enriqueciéndose, las mayorías populares debemos exigir la paz
para vivir con dignidad.
A
terrizando en la situación actual de rear
m
e sí o sí que se plantea en
E
uropa
,
hay que tener
claro que la apuesta europea por el aumento del gasto militar redunda en un camino sin
salida que conduce a la guerra y perjudica a las poblaciones europeas, mientras
enriquece a ciertas élites europeas y estadounidenses. Debemos por tanto oponernos al
rearme con firmeza, apostando por una Europa unida en la que su fuerza mayor sea la
del apoyo a la paz y los derechos humanos en el mundo. Las políticas de subordinación a
EEUU nos han conducido a un callejón sin más salida aparente que el rearme.
Sin embargo, la historia nos muestra que el rearme nos aleja de la paz y nos acerca a la
guerra. Europa, en vez de apostar por sumarse al carro del rearme global, debe dar
ejemplo de políticas de paz, apoyar las propuestas de multilateralismo que vienen del sur
global, abandonar los restos de poder colonial que posee y apostar con fuerza por
Naciones Unidas, al tiempo que promueve su reforma para que sirva como herramienta
útil en la búsqueda de consensos globales imprescindibles.
S
ólo así podre
m
os afrontar
,
desde la cordura y la búsqueda de consensos
,
los grandes retos
actuales ligados a la crisis ecológica, la crisis de cuidados, el deterioro de la democracia
y el crecimiento de las desigualdades, en tiempos de gritos de guerra y desmesura.
Miércoles, 23/Abril/2025 Juan José Tamayo (El País)
Durante los 12 años de su pontificado, el papa Francisco ha demostrado ser un líder
moral internacional en una época en la que no andamos muy sobrados de ellos, tanto
en el terreno político y económico, como en el religioso y social. Ha llevado a cabo
una de las transformaciones más importantes del catolicismo en la doctrina social de
la Iglesia, que se ha caracterizado por un pensamiento socioeconómico, político y
ecológico revolucionario, que ha ido más allá de la socialdemocracia y está en plena
sintonía con los partidos de la izquierda radical y con los economistas que propone
modelos económicos alternativos.
Francisco ha sido un importante freno a los colectivos fundamentalistas e integristas
dentro del cristianismo, a las tendencias sociales y culturales reaccionarias, a las
organizaciones políticas ultraneoliberales y a los partidos políticos de la extrema
derecha. Es por ello que los dirigentes de estas organizaciones lanzan contra él todo
tipo de insultos e improperios.
Voy a intentar demostrarlo a través de la lectura de las tres encíclicas más originales y
rupturistas con los pontificados anteriores: La alegría del Evangelio, de 2013; la
Laudato Si’. Sobre el cuidado de la casa común, de 2015, y la Fratelli tutti. Sobre la
fraternidad y la caridad social, de 2020.
La alegría del Evangelio es una de las críticas más severas contra el capitalismo en su
versión neoliberal, que califica de injusto en su raíz. En ella denuncia la
“globalización de la indiferencia”, que nos vuelve “incapaces de compadecernos ante
los clamores de los demás” y de llorar ante “el drama de los demás”, y la “anestesia”
que provoca “la cultura del bienestar”. Critica con severidad la cultura del descarte
que considera a las personas y los colectivos excluidos como desechos y población
sobrante, a quienes se deja morir de manera inmisericorde.
Coincide en esta valoración con el politólogo camerunés Achille Mbembe, que habla
de la necropolítica entendida como la capacidad de todos los poderes coaligados para
decidir quién tiene que vivir y quién debe morir. Interpreta la crisis como resultado de
un capitalismo salvaje dominado por la lógica del beneficio a cualquier precio y
pronuncia cuatro “noes” que deberían hacer temblar los cimientos del sistema
capitalista por su radicalidad: no a una economía de la exclusión y la inequidad que
utiliza al ser humano como bien de consumo, de usar y tirar, y mata, no
metafóricamente sino realmente; no a la nueva idolatría del dinero, que se manifiesta
en el fetiche de la propiedad y en la dictadura de la economía sin rostro humano,
niega la primacía del ser humano y nos somete “a los intereses del mercado
divinizado, convertidos en regla absoluta”; no a un dinero que gobierna el mundo en
lugar de servir y considera la ética como contraproducente; no a la inequidad que es la
raíz de los males sociales, genera violencia y tiene un fuerte potencial de muerte.
Pero sus críticas al neoliberalismo no desembocan en derrotismo, sino en propuestas
económicas y políticas alternativas. Su modelo económico está guiado por el bien
común. Entiende la política como la capacidad para reformar las instituciones, superar
las presiones plutocráticas y generar buenas prácticas de justicia y equidad. En este
sentido, su sintonía con los movimientos populares es total. Ha mantenido varios
encuentros con ellos en diferentes escenarios y ha hecho suyas las reivindicaciones de
las tres T: “Techo, Tierra y Trabajo”.
La ecología fue desde el principio otra de sus opciones fundamentales. Ha sido el
primer Papa de la historia del cristianismo que ha escrito una encíclica sobre la crisis
ecológica y sus respuestas: Laudato Si. Sobre el cuidado de la casa común. En ella
critica el antropocentrismo moderno, que considera al ser humano dueño y señor
absoluto de la naturaleza. La crítica se extiende a la antropología cristiana por
transmitir “un sueño prometeico sobre el mundo que provocó la impresión de que el
cuidado de la naturaleza es cosa de débiles”. Y no solo provocó la impresión, sino que
contribuyó a la depredación de la naturaleza. Cuidadanía y ciudadanía van a la par.
La cuidadanía, debe traducirse en cuidar la naturaleza y reconocer su dignidad y sus
derechos. La ciudadanía consiste en reconocer los mismos derechos y la misma
dignidad a todas las personas, cualesquiera fueran su origen, clase social, etnia,
cultura, religión, género, identidad sexual, etc.
Francisco como alternativa un nuevo modo de vida eco-humana y un modelo de
desarrollo sostenible e integral y subraya la relación inseparable entre ecología y
antropología: “No hay ecología sin antropología”, escribe. La degradación ambiental
y la degradación humana van al unísono y la lucha contra ellas son inseparables.
La encíclica Fratelli tutti es, a mi juicio, uno de los mejores análisis críticos de las
densas sombras que se ciernen sobre nuestro mundo, al que Francisco define como un
“mundo cerrado”, sin un proyecto liberador para todos los seres humanos y la
naturaleza, con “una globalización y un progreso sin un rumbo común”, “sin dignidad
humana en las fronteras”. Este mundo se caracteriza por el sometimiento de los
pueblos y la pérdida de la autoestima por mor de las nuevas formas de colonialismo,
por una mentalidad xenófoba hacia inmigrantes, por una cultura al servicio de los
poderosos, una fiebre consumista y la especulación financiera y el expolio, “donde los
pobres son los que siempre pierden” (n. 53).
Lleva a cabo una crítica al neoliberalismo con gran rigor argumental y cuestio-
namiento de la racionalidad económica ortodoxa. Francisco desenmascara la falsa
creencia que se quiere imponer a la humanidad de que el mercado solo lo resuelve
todo. Nada más lejos de la realidad. El mercado crea más problemas de los que
resuelve, el más importante es el incremento de las desigualdades.
Recurriendo al lenguaje religioso llama a dicha creencia “dogma de la fe neoliberal” y
la califica de pensamiento pobre y repetitivo, ya que propone siempre las mismas
recetas cualquiera que fuere la situación. Subraya la estrechez de ciertas visiones
economicistas y monocromáticas, llama la atención sobre la falibilidad de las recetas
dogmáticas de la teoría económica neoliberal y critica los estragos que produce la
especulación financiera cuyo fin fundamental es la ganancia fácil.
Juan José Tamayo es teólogo y profesor emérito honorífico de la Universidad
Carlos III de Madrid. Su último libro es Cristianismo radical (Trotta).
Este artículo, publicado originalmente en El País.
Papalatría es el término que designa una actitud de veneración excesiva o acrítica
hacia la figura del papa, considerándolo no sólo como el jefe visible de la Iglesia,
sino atribuyéndole una autoridad casi absoluta y una perfección personal o
doctrinal que excede lo que la propia teología católica enseña sobre su función. La
papalatría distorsiona el equilibrio eclesiológico, al oscurecer el papel colegial del
episcopado y la importancia de la comunidad eclesial en general.
Estos días, el duelo papal está mostrando un tono fuertemente papalátrico en el que
la figura del papa es objeto de un fervor popular y mediático que tiende a
distorsionar el verdadero carácter de la institución eclesial. Se presenta al papa casi
como una figura carismática aislada, eclipsando la realidad de la Iglesia como
cuerpo más amplio y diverso. Este clima de exaltación contribuye a consolidar una
imagen idealizada del papado, en la que apenas se percibe el carácter no
democrático de su estructura. El modo de elección del papa y en general de la
jerarquía episcopal, ajeno a cualquier participación de la base eclesial, se da por
supuesto, sin espacio para la crítica o la reflexión sobre su legitimidad
representativa.
Por supuesto, es claro que el papa Francisco suscitó la simpatía y apoyo de amplios
sectores sociales, católicos o no, que valoran su compromiso con la causa de los
pobres y los marginados de la sociedad, y también enemistad y rechazo de otros
sectores por la misma razón. Pero la cuestión de la papalatría que aquí comentamos
es otro asunto. Esa devoción idolátrica al papado no es personal sino institucional,
es decir, se dio en el caso de todos los papas con independencia de sus actitudes
referentes a la problemática social y eclesial.
Sobre este fenómeno de la papalatría quizá sea oportuno considerar en este
contexto las opiniones de un teólogo como José María Castillo. Castillo, teólogo
reconocido por su enfoque crítico y comprometido con una Iglesia más fiel al
Evangelio, ha abordado el fenómeno de la veneración excesiva hacia la figura del
Papa en diversos escritos y entrevistas. Aunque no utiliza frecuentemente el
término “papalatría”, sus reflexiones evidencian una preocupación por las
distorsiones que puede generar una visión sacralizada y autoritaria del papado.
Para Castillo, el fenómeno de la papalatría la actitud de veneración exagerada
hacia el Papa, tratándolo casi como infalible en todos los aspectos o como figura
sagrada s allá de su papel de servidor de la Iglesia es un problema serio
dentro del catolicismo. Él ha sostenido que esta idolatría institucionalizada hacia el
Papa es una distorsión del Evangelio y de la verdadera esencia del cristianismo.
Desde su perspectiva, el cristianismo no debería girar en torno a figuras de poder ni
a una autoridad incuestionable, sino en torno a Jesús de Nazaret y su mensaje de
fraternidad, servicio y amor al prójimo. La papalatría aleja a la Iglesia de su misión
esencial, convirtiéndola en una institución de poder jerárquico más que en una
comunidad de fe.
La infalibilidad papal, proclamada en el Concilio Vaticano I (1870), es vista por
Castillo como un desarrollo histórico y político más que una necesidad teológica
fundamentada en el Evangelio. Ha criticado la idea de un Papa omnipresente y
omnisciente, recordando que todos los seres humanos, incluidos los Papas, son
falibles, limitados y situados en un contexto histórico concreto. Además, Castillo
siempre ha defendido que una Iglesia verdaderamente evangélica debería ser
mucho más horizontal, donde el papel de todos los creyentes sea esencial, no solo
el de las autoridades eclesiásticas. En ese sentido, la papalatría contradice la
colegialidad y la corresponsabilidad que el Concilio Vaticano II pretendía.
En su artículo “La democracia anulada, Castillo critica la concentración de poder
en la figura del Papa y aboga por una estructura eclesial más democrática:
Después del análisis, que acabo de presentar, se puede y creo que se debe
concluir que el mayor daño, que la autoridad jerárquica le ha hecho a la Iglesia,
ha consistido en la usurpación de un poder que no le corresponde”.
Esta afirmación refleja su postura crítica hacia una concepción del papado que
acumula un poder excesivo, alejándose de los principios evangélicos de servicio y
humildad. En otra ocasión, Castillo expresó su apoyo al Papa Francisco y su
preocupación por las resistencias que enfrenta dentro de la Iglesia: Es un secreto
a voces que, en la Iglesia y fuera de ella, hay gente que no soporta al papa
Francisco. [...] Lo más extraño, en este desagradable asunto, es que estamos ante
un fenómeno que, en buena medida, es nuevo en la Iglesia”. Aquí, Castillo señala
cómo ciertos sectores eclesiásticos, tradicionalmente defensores del papado, ahora
se oponen a Francisco debido a su enfoque pastoral y evangélico, lo que evidencia
una contradicción en la actitud hacia la figura papal.
Además, en una entrevista, Castillo relató una conversación con el Papa Francisco,
quien le agradeció su apoyo y le animó a continuar escribiendo: Me dijo que
quería agradecerme lo mucho que lo defiendo y digo a favor suyo. Luego me
pidió: 'Rece por mí. Lo necesito mucho'. Este testimonio subraya la conexión
entre Castillo y el Papa Francisco, así como su compromiso compartido con una
Iglesia más cercana al mensaje de Jesús.
En resumen, José María Castillo critica la papalatría al considerar que una visión
sacralizada del papado puede desviar a la Iglesia de su misión evangélica. Aboga
por una estructura eclesial más democrática y por un liderazgo papal que refleje los
valores de humildad y servicio presentes en el Evangelio.
Ante la inminencia del cónclave que elegirá al sucesor del Papa Francisco, desde
REDES CRISTIANAS sentimos la necesidad de compartir algunas reflexiones que
consideramos urgentes.
El pontificado de Francisco representó una ruptura significativa con la etapa anterior,
caracterizada por papados de orientación conservadora. Su sensibilidad hacia los
pobres y excluidos, su impulso por una Iglesia más abierta, fraterna e inclusiva, y su
valentía para cuestionar estructuras de poder despertaron esperanzas en amplios
sectores del pueblo creyente. Por ello, muchos fieles temen hoy que su sucesor no
comparta ese talante y que el proceso de reforma iniciado sufra una involución.
Compartimos esta preocupación y deseamos que el nuevo pontífice consolide y
profundice el camino de solidaridad con los oprimidos, de denuncia profética de las
injusticias y de construcción de una Iglesia que viva la igualdad y la dignidad de
todos sus miembros.
Valoramos positivamente la actitud reformista de Francisco, quien encomendó al
Sínodo de la Sinodalidad la tarea de identificar y corregir aspectos inadecuados de
una tradición eclesial de siglos. No obstante, lamentamos que, a pesar de su talante
renovador, persisten realidades como el dogmatismo, el culto látrico y la estructura
jerárquico-clerical. La tarea de erradicar estas lacras sigue pendiente, y consideramos
que el nuevo Papa debería comprometerse activamente en su superación.
Entre los desafíos más urgentes que el futuro pontífice debería enfrentar señalamos: la
crisis provocada por los casos de pederastia, la persistencia de actitudes clericalistas,
las discriminaciones basadas en género, orientación sexual o condición social, y la
falta de apertura al diálogo ecuménico e interreligioso. Asimismo, es fundamental que
la Iglesia reconozca la importancia de respetar la laicidad, favoreciendo una
convivencia donde la fe sea fermento de libertad y servicio, y no imposición en la
esfera pública ni sobre las conciencias individuales.
Sin embargo, consideramos fundamental ir más allá de las expectativas depositadas
en una sola figura. El método de elección papal, reservado a unas decenas de
cardenales designados por pontífices anteriores, refleja una forma elitista y no
democrática de gestión eclesial, en contraste con el ideal de una Iglesia como “pueblo
de Dios”. Confiar todo al perfil personal del próximo Papa perpetúa una lógica de
dependencia vertical —una forma de “papalatría” que desdibuja la responsabilidad
colectiva de toda la comunidad creyente.
Queremos reafirmarlo con claridad: el proyecto de Jesús de Nazaret, y no la autoridad
personal de ningún líder, debe ser siempre la fuente y la medida de la vida eclesial. La
verdadera fidelidad al Evangelio exige que el protagonismo recaiga sobre todo el
pueblo creyente, animado por el Espíritu, discerniendo y actuando en comunión. El
papel del Papa y del episcopado sólo se justifica en la medida en que permanezcan
fieles al mensaje de Jesús, impulsando una Iglesia “en salida”, al servicio de la vida y
de la esperanza de los pueblos, especialmente de los más pobres y olvidados.
Anhelamos una Iglesia que viva desde la humildad, respete la autonomía de las
realidades civiles y ofrezca su fe como propuesta libre y liberadora. Una Iglesia que
no pretenda dominar los espacios sociales ni políticos, sino que sea profética en su
palabra, laica en su espíritu y fraterna en su vida cotidiana. Una Iglesia que
implemente las propuestas del Sínodo de la Sinodalidad, promoviendo igualdad real
en su interior, donde la jerarquía sea servicio y no poder, donde se aborden temas
pendientes como el celibato opcional de los clérigos y la participación igualitaria de
las mujeres y de todos los bautizados, sin exclusiones por género, orientación sexual o
condición social, tal como ocurría entre los primeros seguidores de Jesús.
Soñamos con una Iglesia que asuma el diálogo ecuménico e interreligioso no como un
gesto de mera tolerancia, sino como una vocación auténtica de construir puentes,
reconocer la acción del Espíritu más allá de sus límites institucionales y colaborar
activamente en la promoción de la paz, la justicia y el cuidado de la creación. En este
compromiso con la paz, es indispensable un rechazo claro de toda forma de guerra y,
especialmente, de las matanzas masivas que desfiguran la dignidad humana y
destruyen pueblos enteros. La fidelidad al Evangelio exige un testimonio radical a
favor de la no violencia y de una cultura de encuentro. Asimismo, el clamor de la
Tierra y de los pobres reclama una conversión ecológica más decidida: abrazar una
opción ecológica no sólo como un discurso, sino como una praxis concreta que
cuestione los estilos de vida insostenibles y las estructuras injustas que generan
exclusión y devastación ambiental.
En este camino de renovación, resulta esencial fortalecer la cohesión de las
diversidades existentes en el seno de las iglesias, entendiendo la pluralidad de
tradiciones, culturas y sensibilidades no como un obstáculo, sino como un don que
enriquece la comunión. Esta apertura a la diversidad debe ir acompañada de una
apuesta decidida por profundizar los intentos de comunidad real, donde se escuchen y
valoren todas las voces, especialmente las que históricamente han sido marginadas.
En esta línea, se vuelve urgente que las iglesias, particularmente aquellas con fuerte
arraigo nacional o privilegios históricos, renuncien a posiciones de poder que
contradicen el testimonio evangélico.
El futuro de la Iglesia no se juega únicamente en la elección de un nombre, sino en la
decisión cotidiana de sus miembros de vivir según la lógica del Reino: justicia,
fraternidad, misericordia y libertad.