dependencia vertical —una forma de “papalatría”— que desdibuja la responsabilidad
colectiva de toda la comunidad creyente.
Queremos reafirmarlo con claridad: el proyecto de Jesús de Nazaret, y no la autoridad
personal de ningún líder, debe ser siempre la fuente y la medida de la vida eclesial. La
verdadera fidelidad al Evangelio exige que el protagonismo recaiga sobre todo el
pueblo creyente, animado por el Espíritu, discerniendo y actuando en comunión. El
papel del Papa y del episcopado sólo se justifica en la medida en que permanezcan
fieles al mensaje de Jesús, impulsando una Iglesia “en salida”, al servicio de la vida y
de la esperanza de los pueblos, especialmente de los más pobres y olvidados.
Anhelamos una Iglesia que viva desde la humildad, respete la autonomía de las
realidades civiles y ofrezca su fe como propuesta libre y liberadora. Una Iglesia que
no pretenda dominar los espacios sociales ni políticos, sino que sea profética en su
palabra, laica en su espíritu y fraterna en su vida cotidiana. Una Iglesia que
implemente las propuestas del Sínodo de la Sinodalidad, promoviendo igualdad real
en su interior, donde la jerarquía sea servicio y no poder, donde se aborden temas
pendientes como el celibato opcional de los clérigos y la participación igualitaria de
las mujeres y de todos los bautizados, sin exclusiones por género, orientación sexual o
condición social, tal como ocurría entre los primeros seguidores de Jesús.
Soñamos con una Iglesia que asuma el diálogo ecuménico e interreligioso no como un
gesto de mera tolerancia, sino como una vocación auténtica de construir puentes,
reconocer la acción del Espíritu más allá de sus límites institucionales y colaborar
activamente en la promoción de la paz, la justicia y el cuidado de la creación. En este
compromiso con la paz, es indispensable un rechazo claro de toda forma de guerra y,
especialmente, de las matanzas masivas que desfiguran la dignidad humana y
destruyen pueblos enteros. La fidelidad al Evangelio exige un testimonio radical a
favor de la no violencia y de una cultura de encuentro. Asimismo, el clamor de la
Tierra y de los pobres reclama una conversión ecológica más decidida: abrazar una
opción ecológica no sólo como un discurso, sino como una praxis concreta que
cuestione los estilos de vida insostenibles y las estructuras injustas que generan
exclusión y devastación ambiental.
En este camino de renovación, resulta esencial fortalecer la cohesión de las
diversidades existentes en el seno de las iglesias, entendiendo la pluralidad de
tradiciones, culturas y sensibilidades no como un obstáculo, sino como un don que
enriquece la comunión. Esta apertura a la diversidad debe ir acompañada de una
apuesta decidida por profundizar los intentos de comunidad real, donde se escuchen y
valoren todas las voces, especialmente las que históricamente han sido marginadas.
En esta línea, se vuelve urgente que las iglesias, particularmente aquellas con fuerte
arraigo nacional o privilegios históricos, renuncien a posiciones de poder que
contradicen el testimonio evangélico.
El futuro de la Iglesia no se juega únicamente en la elección de un nombre, sino en la
decisión cotidiana de sus miembros de vivir según la lógica del Reino: justicia,
fraternidad, misericordia y libertad.