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Lo público contra lo privado: una disputa
en el corazón de la lucha de clases

En los últimos años, el debate entre lo público y lo privado ha cobrado una importancia central en nuestras sociedades. Sectores esenciales como la sanidad, la educación, el transporte o la vivienda se encuentran en el centro de una pugna que no es meramente técnica o adminis-trativa, sino profundamente política: ¿quién controla los recursos que sostienen la vida? ¿Y a quién benefician?

La sanidad pública garantiza el acceso universal a la atención médica, independientemente del nivel de ingresos. En contraste, los sistemas privados convierten la salud en un bien de consumo: quien puede pagar, recibe atención de calidad; quien no, queda marginado o endeudado. Esta desigualdad se profundiza cuando los gobiernos recortan fondos públicos y fomentan los seguros privados, generando una doble vía: una sanidad precaria para la mayoría, y otra premium para las élites.

La educación sigue un patrón similar. La escuela pública, pese a sus limitaciones, promueve la equidad de oportunidades y el acceso al conocimiento como un derecho. La educación privada, por su parte, segmenta a la sociedad desde la infancia, reproduciendo privilegios de clase bajo una lógica meritocrática que ignora las desigualdades de partida. Cuando los recursos públicos se desvían hacia conciertos o subvenciones a centros privados, se desmantela la capacidad del Estado para garantizar un sistema justo y universal.

El problema de la vivienda es otro eje fundamental en esta disputa. El acceso a un techo digno y asequible debería ser un derecho garantizado, pero la lógica del mercado inmobiliario lo convierte en un lujo. La especulación, la turistificación y la financiarización del suelo urbano —impulsadas por fondos de inversión, bancos y plataformas digitales— han transformado la vivienda en una mercancía para acumular capital, no en un bien social. Mientras los precios del alquiler se disparan y las hipotecas aprietan, las políticas públicas de vivienda son desmanteladas o convertidas en oportunidades de negocio a través de asociaciones público-privadas, venta de viviendas sociales o concesión de suelo público a promotores privados. La vivienda, como la sanidad o la educación, se convierte así en un campo más de extracción de rentas a costa del bienestar colectivo.

La ofensiva privatizadora no es neutra: responde a los intereses de una minoría económica que busca convertir derechos en negocios. Las estrategias de esta ofensiva son múltiples y complementarias. Incluyen la subfinanciación deliberada de los servicios públicos para provocar su deterioro; la externalización de funciones clave a empresas privadas, bajo la promesa de eficiencia; la imposición de marcos legales que favorecen la competencia del sector privado sobre el público; y campañas mediáticas que desacreditan lo común como ineficiente o anticuado. En paralelo, se promueve la idea de que la libertad individual pasa por “elegir proveedor”, invisibilizando el hecho de que no todos pueden pagar esa elección.

Cada escuela, hospital o bloque de viviendas privatizado representa una oportunidad de lucro para fondos de inversión, aseguradoras, constructoras o grandes corporaciones tecnológicas. La mercantilización de lo público forma parte de una estrategia más amplia de acumulación

por desposesión: quitar a las mayorías lo que es suyo —sus derechos, sus espacios, sus redes de solidaridad— para enriquecer a unos pocos.

En este sentido, la privatización es una expresión directa de la lucha de clases. No es una casualidad que las oligarquías promuevan recortes, externalizaciones y reformas neoliberales: debilitando lo público, consolidan su dominio sobre los mecanismos de reproducción social. Mientras tanto, la clase trabajadora pierde herramientas de protección y canales de movilidad social. La desigualdad se institucionaliza, y la democracia se vacía de contenido real.

Conclusión: La disputa entre lo público y lo privado no es solo un tema de eficiencia o costes: es una disputa sobre el modelo de sociedad que queremos. Defender lo público es defender la democracia, la igualdad y el derecho a una vida digna. En tiempos de crisis climática, desigualdad rampante, emergencia habitacional y precariedad estructural, apostar por lo común no es una nostalgia: es una urgencia política. La garantía de derechos colectivos no puede subordinarse a las leyes del mercado: requiere una voluntad política clara de recuperar y reforzar lo público como eje vertebrador de una sociedad justa.

Frente a esta ofensiva privatizadora, el interés de las clases populares, de las mayorías desposeídas, es claro: apoyar sin ambigüedades políticas progresistas que refuercen y amplíen lo público, que recuperen la capacidad del Estado para planificar y garantizar el bienestar colectivo. Esto implica no sólo detener las privatizaciones, sino avanzar decididamente hacia la nacionalización de sectores clave de la economía —como la energía, la banca, el transporte, la sanidad o la industria farmacéutica— que hoy se encuentran en manos de grandes corporaciones cuyo único objetivo es maximizar beneficios, incluso a costa del sufrimiento social o del colapso ecológico.

La energía eléctrica, por ejemplo, es un bien esencial para la vida moderna. Sin embargo, las compañías eléctricas privadas fijan precios abusivos, especulan con la pobreza energética y se benefician de un marco legal que les garantiza impunidad y rentabilidad. Lo mismo ocurre con las farmacéuticas, que comercializan la salud, y con los bancos, que privatizan los beneficios y socializan las pérdidas. Estos sectores no deberían estar sometidos a la lógica del lucro, sino gestionados democráticamente para responder a las necesidades colectivas.

Sin embargo, para que las clases trabajadoras y populares puedan tomar conciencia de esta realidad y actuar en consecuencia, es necesario romper el cerco ideológico impuesto por las clases dominantes. Estas no sólo controlan los medios de producción económica, sino también los aparatos de producción simbólica: los medios de comunicación, el sistema educativo, la cultura de masas. A través de ellos moldean percepciones, inculcan valores individualistas y meritocráticos, invisibilizan las causas estructurales de la desigualdad y desactivan la conciencia de clase. Se presenta lo público como ineficiente, lo colectivo como arcaico, y lo privado como sinónimo de libertad y progreso.

Esta hegemonía cultural tiene como objetivo impedir que los oprimidos comprendan el origen de su situación y se organicen políticamente para transformarla. Se difunde un relato que responsabiliza al individuo de su destino, mientras se ocultan las estructuras que perpetúan la injusticia. Por eso, democratizar la información, fomentar una educación crítica y promover espacios autónomos de organización y pensamiento son tareas fundamentales para revertir esta desposesión no solo material, sino también simbólica.

Sólo recuperando la soberanía sobre los recursos, los servicios esenciales y los imaginarios colectivos será posible construir una sociedad verdaderamente democrática, en la que el bienestar no sea privilegio de unos pocos, sino derecho de todos. Lo público no es sólo un conjunto de instituciones: es la expresión política de un proyecto común de vida digna.