El presupuesto presentado por el presidente Donald Trump ha sido duramente criticado por su marcado enfoque regresivo, que favorece a los más ricos mientras impone severos recortes a programas sociales fundamentales. Según los datos aportados por diversas fuentes, esta propuesta presupuestaria implicaría consecuencias devastadoras para millones de ciudadanos estadounidenses, especialmente los más vulnerables.
Entre las medidas más controvertidas se encuentran los recortes a la atención médica, que podrían superar los 700 mil millones de dólares. Esta reducción forzaría a más de 8 millones de personas a perder su seguro médico en la próxima década, y podría derivar, según expertos en salud pública de las universidades de Yale y Pensilvania, en un aumento estimado de hasta 51.000 muertes evitables por año. La falta de acceso a cobertura sanitaria se vería agravada por nuevas trabas burocráticas y la eliminación de incentivos fiscales que hoy permiten a muchos costear su atención médica.
El impacto no se limita a la salud. El presupuesto también contempla una disminución de más de 330 mil millones de dólares en programas de préstamos estudiantiles, lo que dificultaría gravemente el acceso a la educación superior, particularmente entre los jóvenes de bajos recursos. Asimismo, millones de personas pobres y con discapacidad, incluidos niños, podrían quedar excluidos de la ayuda alimentaria federal.
Este enfoque presupuestario pone en riesgo a amplios sectores de la población —ya sean jóvenes o ancianos, urbanos o rurales, pobres o clase media—, al tiempo que otorga beneficios fiscales estimados en 3,8 billones de dólares a los sectores más acaudalados. En resumen, el presupuesto de Trump representa un giro hacia una política económica que privilegia a una minoría adinerada a expensas del bienestar y la seguridad de la mayoría de los ciudadanos.
Sabido es que la política norteamericana durante la presidencia de Donald Trump tiene un impacto significativo en el fortalecimiento de movimientos y partidos de extrema derecha tanto en Iberoamérica como en Europa. Su retórica nacionalista, antiinmigrante y contraria a los medios tradicionales sirvió de modelo para líderes y agrupaciones que compartían visiones similares, legitimando discursos polarizantes y estrategias populistas. En América Latina, figuras como Jair Bolsonaro en Brasil adoptaron un estilo político inspirado en Trump, caracterizado por el desprecio a las instituciones democráticas tradicionales y el uso intensivo de las redes sociales para movilizar apoyo. En Europa, partidos de ultraderecha encontraron en el ascenso de Trump una validación internacional a sus posturas, lo que les permitió reforzar su presencia en el debate público y electoral. Así, la influencia del expresidente estadounidense trascendió fronteras, contribuyendo al auge global de la extrema derecha en la década de 2020.
Asímismo la política del presidente argentino Javier Milei, otro amigo e imitador de Trump, se ha caracterizado por un enfoque marcadamente antisocial, sustentado en una visión ultraliberal de la economía que prioriza el ajuste fiscal drástico por encima del bienestar social. Su administración ha promovido recortes severos en áreas sensibles como salud, educación, ciencia y programas sociales, bajo el argumento de combatir el déficit y reducir la intervención del Estado. Estas medidas han generado un impacto negativo en los sectores más vulnerables de la población, profundizando la desigualdad y debilitando el tejido social. Además, su discurso confrontativo, que deslegitima a los movimientos sociales, sindicatos y medios críticos, ha alimentado una narrativa que estigmatiza la protesta y minimiza las consecuencias humanas de sus decisiones económicas. En conjunto, la política de Milei representa una ruptura con la tradición del Estado como garante de derechos sociales, orientándose hacia un modelo que privilegia los intereses del mercado en detrimento de la cohesión social.
La política anti-inmigratoria impulsada por Donald Trump durante su presidencia, caracterizada por el endurecimiento de controles fronterizos, la construcción de muros físicos y legales, y un discurso que criminaliza la migración, ha tenido eco en diversas partes del mundo, incluido Europa. Un claro ejemplo de este paralelismo se observa en Italia con Giorgia Meloni, cuya agenda prioriza el cierre de fronteras, el rechazo a la inmigración irregular y una narrativa nacionalista que asocia migración con inseguridad. Sin embargo, Italia no es un caso aislado: en Alemania, el crecimiento de partidos como Alternativa para Alemania (AfD), que promueven una política migratoria restrictiva, demuestra cómo el enfoque anti-inmigración se ha extendido en el continente. También en países como Hungría, bajo el liderazgo de Viktor Orbán, y en Francia con el ascenso de figuras como Marine Le Pen, se observa una retórica y unas políticas que reflejan la influencia del modelo trumpista, evidenciando una tendencia europea hacia el cierre y la exclusión que desafía los principios de apertura y solidaridad tradicionales del proyecto europeo.
Insensibilidad sobre esa problemática humana se observa también en los partidos de la derecha y la extrema derecha en nuestro país. Pero las víctimas de ese egoísmo de naturaleza, rasista, elista y clasista se manifiesta también en otros ámbitos. Un caso claro de discriminación clasista, que prima a los ricos en detrimento de la mayoría de la población, fue lo ocurrido durante la pandemia de COVID‑19, entre marzo de 2020 y enero de 2023, fallecieron 6.937 ancianos residentes en geriátricos de la Comunidad de Madrid, según datos del IMSERSO. La gestión de la presidenta Isabel Díaz Ayuso y de su consejería de Sanidad se vio envuelta en la adopción de protocolos conocidos como “de la vergüenza” entre el 18 y 25 de marzo de 2020, que establecieron criterios restrictivos para derivar a los mayores a hospitales según nivel de dependencia, discapacidad o ausencia de seguro privado A pesar de contar con camas disponibles tanto en hospitales de campaña como en centros privados y hoteles medicalizados, estas plazas no se habilitaron para los residentes, lo que contribuyó directamente a un exceso de muertes evitables.
Ese criterio de subordinación de los intereses generales a los de la minoría pudiente inspiró toda la política de recortes de la etapa de gobierno de Mariano Rajoy. Durante esa etapa, que comenzó en 2011, en plena crisis económica, España fue escenario de una de las políticas de ajuste más duras de su historia reciente. Bajo el pretexto de evitar el rescate financiero del país y cumplir con las exigencias de Bruselas, el Gobierno emprendió una batería de medidas que, en la práctica, supusieron una profunda transferencia de cargas hacia las clases trabajadoras y medias, al tiempo que se protegía, e incluso beneficiaba, a una minoría económica privilegiada.
Los recortes se cebaron con los pilares del estado del bienestar. En sanidad, se redujeron plantillas, se cerraron servicios y se introdujeron copagos que afectaron especialmente a las personas con menos recursos. En educación, miles de docentes fueron despedidos y se aumentaron las tasas universitarias, alejando aún más el acceso a la formación superior para muchas familias. La Ley de Dependencia, crucial para miles de personas vulnerables, fue prácticamente desmantelada, dejando en el abandono a cuidadores y dependientes. Mientras tanto, la élite económica no solo escapó de estas medidas, sino que encontró nuevas oportunidades de negocio en el debilitamiento de lo público, como lo demuestran los procesos de privatización encubierta en sectores como la salud o la educación.
En paralelo, la reforma laboral de 2012 precarizó aún más el mercado de trabajo. Se facilitó el despido, se redujeron las indemnizaciones y se debilitó la negociación colectiva. Estas medidas, presentadas como necesarias para fomentar la contratación, se tradujeron en un aumento del empleo precario, con sueldos bajos y condiciones inestables. De nuevo, el coste lo asumió la mayoría social, mientras que las grandes empresas se beneficiaron de una fuerza laboral más barata y flexible.
En ese contexto, los salarios del personal del sector público se mantuvieron congelados durante varios ejercicios presupuestarios, sin apenas incrementos reales, lo que supuso una pérdida progresiva de poder adquisitivo para millones de empleados públicos. En cuanto a las pensiones, si bien no llegaron a congelarse de forma absoluta, el gobierno optó por subidas mínimas, desvinculadas del Índice de Precios al Consumo (IPC), especialmente tras la reforma del sistema de pensiones de 2013. Esta reforma introdujo el llamado Índice de Revalorización de las Pensiones, que limitaba las subidas anuales al 0,25% en periodos de déficit del sistema, lo que en la práctica supuso aumentos muy inferiores al coste de la vida, agravando la pérdida de poder adquisitivo de los pensionistas.
No faltaron tampoco subidas de impuestos que recayeron sobre el consumo y los ingresos del trabajo, como el incremento del IVA o del IRPF, medidas que impactan con más fuerza a quienes menos tienen. Sin embargo, el Gobierno fue mucho menos contundente a la hora de luchar contra el fraude fiscal de las grandes fortunas o reformar de forma justa el sistema tributario. Las rentas del capital y los patrimonios elevados siguieron disfrutando de tratamientos fiscales privilegiados.
Simultáneamente, mientras se recortaban derechos y servicios a la ciudadanía, el Estado acudía al rescate del sistema financiero con miles de millones de euros de dinero público. El caso de BANKIA simboliza este proceso: tras su quiebra, fue nacionalizada para evitar el colapso financiero, pero sin exigir responsabilidades a sus gestores ni garantizar una recuperación efectiva de los fondos invertidos. La creación del “banco malo” para asumir activos tóxicos inmobiliarios fue otra fórmula que, lejos de sanear el sistema en favor de la sociedad, permitió a los grandes inversores deshacerse de sus pérdidas con el respaldo del erario público.
En definitiva, la política económica de Rajoy no solo supuso un ajuste severo, sino que se diseñó y ejecutó con un sesgo que favoreció a las élites económicas y sacrificó a la mayoría. Bajo la bandera de la estabilidad y la recuperación, se consolidó un modelo profundamente desigual, donde los beneficios de la salida de la crisis fueron acaparados por unos pocos, mientras los costes recayeron sobre los de siempre.
El privilegio y el favoritismo hacia élites económicas y otras instancias de poder se manifestaron también en España a través de la política de inmatriculaciones promovida durante el mandato de José María Aznar. Esta medida implicó una cesión de patrimonio público en favor de la Iglesia Católica, consolidando así la estrecha relación entre el Estado y dicha institución. En 1998, su gobierno reformó la Ley Hipotecaria para permitir que la Iglesia pudiera registrar a su nombre, por primera vez, lugares de culto y otros inmuebles sin necesidad de aportar títulos de propiedad. La reforma, aprobada sin apenas debate parlamentario ni transparencia, permitió a la Iglesia inscribir más de 34.000 bienes entre 1998 y 2015, incluyendo templos, terrenos y edificios de incalculable valor histórico y cultural, mediante una simple certificación eclesiástica equiparada a la de un funcionario público. Así, la Iglesia pudo apropiarse legalmente de miles de propiedades —algunas tan emblemáticas como la Mezquita-Catedral de Córdoba— sin necesidad de demostrar titularidad previa. Según estimaciones de informes parlamentarios y organizaciones civiles, el valor total de los bienes inmatriculados podría superar los 15.000 millones de euros. Esta medida desató una fuerte polémica en años posteriores, al considerarse una forma de privatización encubierta del patrimonio común, promovida por un gobierno que antepuso los intereses de la jerarquía eclesiástica a la transparencia y al interés general.
Recortes sobre derechos y servicios sociales, y congelaciones salariales y de pensiones para la mayoría de la población, y beneficios para clases y sectores privilegiados, son el programa que, a imagen y semejanza de su Maestro el Capo norteamericano Donald Trump, proyectan implementar en España las fuerzas políticas que se presentan como salvadoras y alternativa de gobierno.