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Más allá del altar: La urgencia
de una Iglesia sin castas

En tiempos de crisis, las instituciones se ven obligadas a interrogarse a sí mismas. La Iglesia Católica, inmersa en una profunda pérdida de credibilidad y relevancia en vastos sectores de la sociedad, parece haber reconocido —al menos en parte— la necesidad de revisión. El Sínodo de la Sinodalidad, convocado como espacio de escucha y discernimiento, podría ser expresión de esa conciencia. Pero la pregunta que urge plantear es más radical: ¿la crisis actual puede resolverse sin revisar de manera estructural la concepción del sacerdocio? ¿No será, precisamente, el modelo sacerdotal vigente una de las causas profundas de esta crisis?

El sacerdocio en su forma actual responde a una lógica institucional que ha terminado por desfigurar el mensaje de Jesús. Aunque hay ministros humildes, cercanos a sus comunidades, que predican con profundidad y caminan al ritmo del pueblo, la realidad es que la mayoría de los sacerdotes no han sido elegidos por las comunidades que sirven ni rinden cuentas a ellas. Son designados desde arriba, ungidos por una jerarquía que reproduce sus propios criterios de elección, alejados muchas veces del sentir y del juicio de la comunidad. Se comportan, queriéndolo o no, como funcionarios de una estructura organizada, con reglas propias, objetivos estratégicos y mecanismos de poder. En este sentido, hablar de sacerdotes como administradores de una multinacional religiosa no resulta del todo descabellado.

La Iglesia, como toda institución humana, necesita organización, estructuras y servidores. No se trata de anarquía, sino de discernimiento sobre el tipo de liderazgo que requiere la comunidad de los segui-dores de Jesús. El problema aparece cuando esta organización se convierte en una casta clerical cerrada sobre sí misma, auto-legitimada por su propia investidura, desarraigada de la vida real y del sufrimiento del pueblo. En muchos casos, los seminarios preparan no tanto testigos del Evangelio, sino expertos en ritos, doctrina y gestión eclesial. Se forma a los futuros sacerdotes mediante procesos de aculturación que los romanizan, alejándolos de su entorno vital y emocional. Se les separa simbólicamente del mundo a través del celibato obligatorio, la vida comunitaria artificial, la dependencia institucional y la eliminación de toda forma de experiencia laboral o afectiva común. No es de extrañar que terminen escindidos interiormente, incapaces de comprender la complejidad de las vidas que deben acompañar, y muchas veces rotos, deprimidos o desconectados.

Aún más grave: es posible ser sacerdote sin ser cristiano. Puede sonar provocador, pero la estructura actual lo permite. El acceso al ministerio no pasa por la experiencia transformadora del Evangelio, sino por el cumplimiento de requisitos formales. El testimonio personal, la fe viva, la autoridad espiritual nacida del encuentro con el Dios de Jesús no son condiciones necesarias. Se puede administrar los sacramentos, predicar desde el ambón y dirigir comunidades sin haber sido nunca tocado por la gracia del Reino. Esta disociación entre función y fe es una anomalía estructural que produce frutos amargos: indiferencia, clericalismo, desprestigio del ministerio, desafección entre los fieles y creciente irrelevancia social.

Jesús, en cambio, fue un laico. No pertenecía a la clase sacerdotal de su tiempo. Su autoridad no provenía del Templo ni de ninguna jerarquía religiosa, sino de su vida entregada, su palabra vivificante, su cercanía con los pobres, su capacidad de revelar a Dios en lo cotidiano. Nunca estableció una casta sagrada, no instituyó un sacerdocio tal como hoy lo conocemos. Su mensaje era claro: “el que quiera ser el primero, que se haga servidor de todos”. El liderazgo en el Evangelio es servicio radical, no ejercicio de poder sagrado. En los Evangelios no hay indicio de que Jesús quisiera crear una Iglesia centrada en el culto, en la obediencia jerárquica ni en la exclusividad masculina del ministerio. Por el contrario, todo apunta a una comunidad de iguales, unida por la fe y sostenida por el amor fraterno.

Con el paso de los siglos, sin embargo, la Iglesia se estructuró a imagen de los imperios. Tras Constantino, el cristianismo dejó de ser una experiencia subversiva del Reino y se convirtió en religión de Estado. Se fortaleció una jerarquía clerical, se consolidó el poder absoluto del Papa, se establecieron dogmas infalibles y se sacralizó una forma única de comprender el liderazgo: el sacerdocio como cumbre del camino cristiano. Esta evolución institucional no fue una consecuencia inevitable, sino una elección histórica. Y como toda elección, puede y debe ser revisada.

Hoy existen múltiples formas cristianas no sacerdotales que, con todos sus límites, muestran que es posible vivir el Evangelio fuera de la lógica clerical. Las comunidades cristianas de base, las iglesias evangélicas, las expresiones de religiosidad popular, e incluso muchas comunidades católicas sin acceso al sacerdote, son espacios en los que la fe se mantiene viva, no gracias a la función sacerdotal, sino a la acción del Espíritu en personas concretas que han sido testigos del Evangelio. No todas estas expresiones son ideales ni están exentas de errores, pero algunas de ellas parecen mucho más cercanas al modelo de Jesús que la estructura clerical dominante.

La Iglesia no necesita simplemente reformar el sacerdocio. Necesita des-sacerdotalizarse. Esto implica comprender que el seguimiento de Jesús no requiere una casta sacerdotal, sino comunidades vivas, lideradas por personas con verdadera autoridad espiritual, es decir, con capacidad de inspirar, guiar, acompañar y servir desde una experiencia personal del Dios de Jesús. El liderazgo evangélico nace del testimonio, no de la ordenación. La autoridad no se impone desde arriba, se reconoce desde abajo. Y para que esto sea posible, los ministros deben ser elegidos por sus comunidades, formados en contacto con la vida real y sometidos a procesos de rendición de cuentas. Ya no puede sostenerse un modelo en el que quienes lideran lo hagan por derecho institucional y no por madurez espiritual.

El sacerdocio como forma de organización religiosa debe ser repensado radicalmente. No para destruir la Iglesia, sino para permitir que el Evangelio vuelva a ser su centro. No para abolir toda forma de liderazgo, sino para recuperar la figura del servidor. No para romper con la tradición, sino para reencontrar su raíz más profunda. Jesús no fundó una religión sacerdotal. Fundó una comunidad de hombres y mujeres libres, hermanos y hermanas en la fe, llamados a buscar juntos el Reino de Dios y su justicia. Volver a esa intuición original es quizás el mayor desafío —y la mayor esperanza— de la Iglesia del siglo XXI.

¿Será capaz, el Sínodo de la Sinodalidad, aún no culminado, de afrontar el desafío que esta problemática plantea?