Desde su creación en 1949, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha desempeñado un papel central en la arquitectura del poder mundial contemporáneo. A menudo presentada como una alianza defensiva para garantizar la paz, la estabilidad y la seguridad de sus miembros, la OTAN ha sido, en la práctica, uno de los pilares fundamentales del orden capitalista global. Su evolución histórica muestra que ha funcionado no solo como brazo armado de los intereses de Estados Unidos y sus aliados, sino también como un instrumento activo en la defensa de un sistema económico basado en la desigualdad, la concentración de la riqueza y la hegemonía geopolítica del Occidente industrializado.

Prestemos atención al papel de la OTAN en el mundo contemporáneo. A través del análisis histórico, geopolítico e ideológico, debemos concluir que dicha alianza no responde prioritariamente a fines humanitarios o defensivos, sino a la preservación del orden del capital a escala planetaria.

La OTAN fue fundada en un contexto de creciente tensión entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. Su objetivo declarado era contener la expansión del comunismo y proteger a Europa Occidental de una supuesta amenaza militar soviética. No obstante, desde sus inicios, funcionó como un instrumento de integración político-militar bajo el liderazgo estadounidense, asegurando la subordinación estratégica de Europa Occidental a Washington.

Más allá del enfrentamiento Este-Oeste, la OTAN consolidó una forma de control militar sobre el mundo capitalista. Esto incluyó intervenciones encubiertas, apoyo a regímenes autoritarios pro-occidentales y el desarrollo de una doctrina de “defensa adelantada”, que justificó la expansión de su presencia militar fuera del área del Atlántico Norte. La Guerra Fría no sólo fue una disputa ideológica entre capitalismo y socialismo: fue también una pugna por el control de los recursos, los mercados y la soberanía de los pueblos del Sur Global.

Con la caída del Muro de Berlín y la disolución de la URSS, se llegó a pronosticar el fin de la OTAN. Pero, por el contrario, la alianza se expandió hacia el Este, incorporando a países que anteriormente pertenecían al Pacto de Varsovia. Este proceso, visto desde Rusia como una amenaza directa a su seguridad, quebró los compromisos asumidos al final de la Guerra Fría y reavivó tensiones geopolíticas que perduran hasta hoy.

La década de 1990 marcó también el inicio de una etapa intervencionista, con la guerra en los Balcanes como primer gran ejemplo. En 1999, la OTAN bombardeó Yugoslavia sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU, sentando un precedente peligroso de unilateralismo militar. A esto se sumaron intervenciones en Afganistán (2001–2021), Irak (apoyo indirecto en 2003), Libia (2011) y operaciones en África y Medio Oriente con el pretexto de la “lucha contra el terrorismo”. Lejos de garantizar estabilidad, estas acciones dejaron tras de sí Estados fallidos, millones de muertos y desplazados, y el colapso de instituciones nacionales.

Aunque la OTAN opera en el plano militar, su legitimidad se construye en el plano ideológico. El discurso oficial recurre a valores como “libertad”, “democracia” y “seguridad”, pero estos conceptos son utilizados para justificar acciones que, de hecho, benefician al capital transnacional y a las élites políticas de los países miembros. Se trata de una guerra donde el lenguaje sirve para ocultar los fines reales: control de recursos, acceso a mercados, contención de movimientos populares y neutralización de actores geopolíticos que disputan la hegemonía occidental.

Así, la OTAN puede entenderse como una pieza clave del orden neoliberal global. Es parte de una arquitectura internacional donde el poder militar, la economía de guerra, las instituciones financieras (como el FMI o el Banco Mundial) y los grandes conglomerados mediáticos trabajan de manera conjunta para sostener un modelo económico que profundiza las desigualdades sociales, acelera la destrucción ambiental y criminaliza la disidencia.

La crítica a la OTAN no puede limitarse al ámbito técnico-militar. Implica una revisión profunda del modelo de sociedad que la sostiene. El sistema que defiende esta alianza produce hambre en un mundo de abundancia, guerras en nombre de la paz, desplazamientos masivos mientras se blindan fronteras, y vigilancia total a nombre de la libertad. Por ello, el cuestionamiento a la OTAN es inseparable de una crítica más amplia al capitalismo como forma dominante de organización de la vida.

En este sentido, el marxismo sigue ofreciendo herramientas valiosas para comprender las causas estructurales de esta situación. Su análisis de las relaciones de clase, la acumulación del capital y el papel del Estado permiten entender por qué la militarización es funcional al mantenimiento del sistema. Pero también otras tradiciones —éticas, espirituales, feministas, decoloniales— enriquecen esta crítica desde perspectivas diversas, recordando que la lucha no es solo por recursos, sino también por sentido, dignidad y horizonte de vida.

El mensaje del Evangelio, por ejemplo, leído desde los pobres y no desde los imperios, interpela radicalmente al orden actual. Jesús de Nazaret no predicó la sumisión a César, sino la liberación de los oprimidos. Su enseñanza se une a muchas otras voces que claman por justicia, desde los pueblos originarios hasta las comunidades migrantes, desde los movimientos sociales hasta las resistencias culturales.

La OTAN no es un simple actor militar: es símbolo y síntoma de un orden mundial injusto. Por eso, su crítica exige más que datos o estadísticas: exige conciencia histórica, voluntad política y esperanza colectiva. La resistencia no se expresa sólo en la denuncia, sino en la construcción de alternativas. Estas surgen desde las luchas populares, desde las nuevas formas de organización comunitaria, desde la recuperación de saberes ancestrales y desde la afirmación de valores como la solidaridad, la cooperación y el cuidado de la vida.

Frente a un sistema que nos quiere hacer creer que no hay alternativa, es fundamental recuperar la imaginación política. Ningún imperio ha sido eterno. Y cuando los pueblos se organizan y despiertan, ni el más sofisticado aparato militar puede detener su fuerza transformadora.